viernes, 3 de junio de 2011

Fiesta de la Ascension, por Mons. Francisco Gonzalez, S.F. Obispo Auxiliar de Washington, D.C.

Hechos 1,1-11
Salmo 46
Efesios 1,17-23
Mateo 28,16-20

Este domingo, que corresponde al séptimo de Pascua, celebramos la fiesta de la Ascensión del Señor. Después del Vaticano II han habido bastantes cambios en la liturgia, incluso mover ciertas fiestas de precepto, que caían durante la semana, al domingo. La de hoy es una de ellas.

Como nota un tanto curiosa, podemos recordar aquel canto popular: "Tres jueves hay en el año que relucen más que el sol, Jueves Santo, Corpus Christi y el Día de la Ascensión". Y aunque ya no podemos cantar a esos tres “jueves” brillantes, no por eso ha dejado de brillar la fiesta.

Dios se hizo hombre y acampó entre nosotros. Esa acampada del Señor duró, en su forma física, visible unos treinta y tres años. Hoy conmemoramos su retorno, su subida, su retorno al lugar de origen, y ocupar el lugar que le corresponde, “sentarse a la derecha del Padre”.

La primera lectura corresponde al comienzo del segundo libro de Lucas, en el cual se verá los principios de la Iglesia o continuación de la misión empezada por Jesús. Han pasado cuarenta días desde la Resurrección durante los cuales el Señor les ha ido instruyendo. Este pasaje hace referencia a esos cuarenta años de peregrinación hacia la Tierra prometida, de los cuarenta días de Moisés en el monte y otros. El Espíritu prometido nos recuerda al profeta Eliseo que en la subida de su maestro a los cielos recibe su espíritu.

Para celebrar ciertos aniversarios y tener un recuerdo más vivo de lo que se celebra, los que estuvieron presentes vuelven al lugar del acontecimiento o acontecimientos. En la lectura evangélica, que es la conclusión del evangelio de Mateo, vemos a los once volver a Galilea por mandato del Señor. Posiblemente les quiere recordar, después del triunfo de la Resurrección, donde todo empezó y cómo empezó. No quiere que se olviden de la historia. De hecho el pasaje que se nos presenta comienza con un recuerdo nefasto: los once discípulos fueron…Ya no son doce, falta uno, el traidor, el que vendió al Maestro. Claro que el que había sido traicionado y ejecutado, ahora vuelve a estar con ellos, y si aquella traición y muerte, algo que lo mostró débil y vulnerable, hoy les informa: “Dios me ha dado autoridad plena (toda autoridad), sobre el cielo y la tierra”.

El que les está hablando, y ante quien se han hincado en adoración, aunque algunos habían dudado, les habla del futuro, de que ahora ellos tendrán que continuar su misión, una misión evangelizadora, que tendrá como objetivo el “hacer discípulos a todos los pueblos y bautizarlos para consagrarlos al Padre, al Hijos y al Espíritu Santo”.

Lo primero y principal es hacer discípulos, o sea, gente que se sienta llamada por el Señor, para seguirle, cumpliendo con el plan o voluntad de Dios, incluso dispuestos a dar la vida como el mismo Maestro. A todos ellos se les ha de bautizar, para consagrarlo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Esa es la razón para bautizar, ayer y hoy. En otras palabras el bautizado es reservado para Dios.

Y viendo los retos que les espera, el Señor les hace una promesa consoladora y fortalecedora: Yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos.

En este mundo tan secularizado y alejado de Dios, es posible que algunos de nosotros nos acerquemos a la celebración de la Eucaristía o al sagrario como únicos lugares de su presencia. Es verdad, ojalá no haya duda alguna en el corazón de los creyentes que Jesús está presente en la Eucaristía, realmente presente.

También está presente en la Palabra; está presente en la comunidad reunida, aunque sólo estén dos o tres; está en cada uno de nosotros cuando aceptamos sus preceptos y los cumplimos; está presente en el hambriento, el sediento, en el desnudo, en el enfermo, en el encarcelado a quienes nos acercamos a socorrer.

La fiesta de la Ascensión es podríamos decir, la fiesta de la esperanza, la razón para seguir esperando, la razón para no desmayarse ante tanta miseria y sufrimiento humano, es razón para no tener miedo y seguir adelante recordando y vivir la experiencia de sabernos consagrados a Dios por el Bautismo que hemos recibido, y fortalecidos para la presencia real, constante y consoladora de Jesús quien está con nosotros cada día.

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