jueves, 16 de junio de 2011

Solemnidad de la Santisima Trinidad, por Mons. Francisco Gonzalez, S.F., Obispo Auxiliar de Washington.

Exodo 34, 4-6.8-9
Salmo 3, 52. 53. 54. 55. 56
2 Corintios 13, 11-13
Juan 3, 16-18

Hoy, como cada año, el domingo después de Pentecostés celebramos la Fiesta de la Santísima Trinidad. Esta celebración es como un doble, pues cada domingo celebramos la gloria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Hay sin embargo, la necesidad de dedicar un domingo especial al misterio por excelencia, el misterio de Dios mismo.

Hay una tentación muy común al hablar de este misterio: dejarlo pasar porque “es un misterio” imposible de explicarlo y entenderlo, superior a las fuerzas de la razón. Sin embargo podemos y debemos acercarnos a la Trinidad desde otro ángulo si verdaderamente queremos conocerla. La fórmula la tenemos en el saludo que recomienda San Pablo (2º lectura) a los hermanos y que el sacerdote da a la asamblea al comienzo de la Santa Misa: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con vosotros”.

El amor del Padre. En la primera lectura vemos claramente el amor del Padre. Israel se ha apartado de Dios (Ex. 32), se han construido un becerro de oro, en él ponen su confianza, no se acuerdan de quien los sacó de Egipto y a pesar de este pecado de apostasía, Yavé renueva la Alianza, pues “El Señor, el Señor, es un Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en un amor verdadero, que mantiene su amor por mil generaciones”. Nosotros podemos conocer al Padre cuando nos damos cuenta de que sin mérito alguno por nuestra parte, él nos ama, él nos perdona, él camina con nosotros, aún en medio de nuestra rebeldía personal y comunitaria. ¡Eso sí que es amor!

Los que hemos sido bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo tenemos en nuestras vidas una relación directa con la Trinidad, como nos dice San Pablo en la segunda lectura. La armonía y unidad que existen en Dios, la experimentamos en nosotros cuando “estando alegres, trabajamos para ser perfectos, animándonos unos a otros, teniendo un mismo sentir y viviendo en paz”.

Al Dios, que es amor, lo conocemos cuando nosotros vivimos ese amor, un amor cristiano sin fronteras, que no distingue entre colores de piel, no oye disonancias en las diferentes lenguas, ni aprecia diferencias divisivas en la multitud de culturas, sino que habla la lengua del corazón, se mueve al ritmo del corazón porque sabe que todos los corazones tienen el mismo color.
La vida cristiana, la vida de parroquia, la vida eclesial está llamada a ser una vida en común (común-unión) de todos los creyentes con Dios y entre sí, “pues hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo” (1 Cor. 12 – Fiesta de Pentecostés).

Para acercarnos al Dios que “habita en la luz inaccesible” es mucho más provechoso hacerlo desde la sencillez de un corazón humilde, las palabras no sirven mucho.

“Qué raramente comprendemos – decía Karl Rahner poco tiempo antes de morir -que todas nuestras palabras acerca de lo divino no son más que el último momento que precede a la bendita mudez que impregna incluso la nítida y celestial visión de Dios cara a cara”.

La mejor aula para hablar de la Trinidad, para “conocer” a Dios se encuentra en el alma limpia, que guiada por la luz del Espíritu, contempla la intimidad de Dios rebelada en Cristo.

“Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”.

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