martes, 1 de noviembre de 2022

Reseña histórica de la Fiesta de Todos los Santos, por Luis Antequera



Celebramos los cristianos la fiesta de todos los santos. Y la pregunta que me formulo hoy es: ¿de cuándo data dicha fiesta y desde cuándo la celebramos el 1 de noviembre?

Todo parece indicar que el emplazamiento de la festividad el 1 de noviembre se la debemos al Papa Gregorio III, que reina diez años entre el 731 y el 741. Algo que corrobora el hagiógrafo medieval Jacobo de la Vorágine en su obra “Leyenda Dorada” cuando nos dice: “Otro papa, también llamado Gregorio, dispuso que en adelante esta fiesta se celebrase el primer día de noviembre”.

El cual, además, habría dedicado un oratorio con dicha advocación en lo que era ya entonces la basílica de San Pedro.

La fecha elegida no es casual. Nos lo cuenta el mismo Jacobo:

“Como era muchísima la gente que todos los años acudía a Roma para celebrar esta nueva solemnidad […] dispuso [el Papa Gregorio] que en adelante se celebrase el primer día de noviembre, fecha más conveniente, al estar ya recolectadas las mieses y efectuada la vendimia, Roma disponía de provisiones para abastecer a los peregrinos”.

Lo que nos habla además, de una festividad muy popular.

Según Jacobo de la Vorágine, la festividad, aunque celebrada en fecha diferente del 1 de noviembre, era sin embargo anterior al Papa Gregorio III, y habría que atribuír su instauración al Papa Bonifacio IV que, en el año 605, en tiempos del Emperador Focas, habría consagrado al cristianismo bajo la advocación de “la Santísima Virgen y todos los santos” un templo pagano existente en Roma con los ídolos y deidades de las diversas ciudades y provincias bajo el poder imperial.

Testimonios de que ya se celebraba la festividad con anterioridad podrían encontrarse, según recoge la Enciclopedia Católica, en un sermón de San Efrén el Sirio datable en 373, y en la Homilía 74 de San Juan Crisóstomo, datable en 407.

De La Vorágine atribuye al mismo Papa Gregorio III la ampliación de la celebración a todo el orbe cristiano, si bien otros escritos atribuyen dicha ampliación a un Papa Gregorio, sí, pero no al tercero sino al cuarto, el cual en el año 835 habría solicitado al emperador Ludovico Pío, hijo de Carlomagno, su extensión a todo el Imperio bajo su jurisdicción, hablamos del actual territorio francés y de parte del territorio alemán.

La celebración pretende acoger a todos los mártires que no tienen una festividad específicamente dedicada. Una vez más, cedemos la palabra a Vorágine, quien nos dice:

“En la carta al lector que San Jerónimo a modo de introducción antepuso a su calendario, advierte que a excepción del primero de enero, no hay un solo día del año que no tenga asignados varios millares de mártires. Con razón pues la Iglesia, ante la imposibilidad de honrar individualmente a cada uno de los santos, dispuso que hubiese anualmente una fecha dedicada a venerarlos a todos colectivamente”.

La intencionalidad de la fiesta no es sino la de rendir homenaje a los mártires del cristianismo, y sólo a los mártires, no a otro tipo de santo. El propio De la Vorágine cae en la cuenta de ello:

“Conviene advertir que cuando se hizo esta dedicación, no se había introducido aún en la Iglesia la costumbre de honrar con actos de culto a los confesores [esto es, los santos que no han pasado por el martirio]”.

Hoy, sin embargo, el espíritu de la fiesta trasciende el martirio, como demuestran las palabras de Juan Pablo II en la celebración de la festividad del año 1980.

“Cuando un día, uno preguntó a Jesús: ‘Señor, ¿son pocos los que se salvan?’, El no respondió directamente; sin embargo, aun recordando la necesidad de ‘entrar por la puerta estrecha", prosiguió: ‘Vendrán de Oriente y de Occidente, del Septentrión y del Mediodía, y se sentarán en la mesa del reino de Dios’” (Lc 13,22.24.29).

Hasta considerar “santo” no sólo a aquéllos que tienen un lugar en el santoral de la Iglesia, sino a todos aquellos de los que sin ser necesariamente conocedora la Iglesia, gozan ya del cielo junto al Creador. O en otras palabras, todos aquellos que, según la doctrina cristiana, no se hallan ni en el infierno ni en el purgatorio.

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